martes, 25 de mayo de 2010



Te levantaste, olía a café recién hecho. Estabas en París.
Miraste por la ventana y no encontraste nada. Sombras. Poca gente. Un planta enorme.
Cuando quisiste darte cuenta el desayuno estaba sobre la bonita mesa de madera. Un zumo de naranja, cuatro tostadas con mermelada y dos cafés con leche. Siempre dos.
Tú, no tenías hambre. Agarraste una taza y te sentaste en el acolchado sillón en el que tantas noches habías llorado, y en el que tantas otras habías reido.
Hoy tenías que coger el tren que te llevaría de nuevo a la realidad, a la vida que te esperaba después de dos meses de sueños. Hoy volverías a todo eso que nunca te gustó, eso que siempre odiaste.
Miraste un vez más por la ventana, seguía sin haber nada. Siemplemente estaba París. Iluminada. Sonriente. Soñadora. Mirabas y no encontrabas más que soledad, esa que dejarías atras en pocas horas. Decidiste abrir la ventana que con un fuerte chirrido logró correrse. Miraste a la calle. Treinta y dos metros te separaban de ella. No querías dejarla. Querías vivir siempre allí. Con esa melancolía. Decidiste que sería lo que harías. Cogiste impulso:

El café manchó el suelo de la calle, tú lograste vivir allí para siempre.

1 comentario:

  1. Escalofriante. Guau, Camila.
    P.D. Tengo algunos textos nuevo en mi blog, míralos si quieres a ver que te parecen.

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